22/4/07

Viajando

El sol de mediodía cae a plomo cuando me encaramo al autobús. Otro autobús. Una vez más. Estoy empezando a desarrollar fobia a los desplazamientos. Tengo ganas de quedarme quieta ya, de una vez. Me parece que la experiencia del último lustro está empezando a pasarme factura. No me atrevo a echar cuenta de los kilómetros recorridos.

Tengo por delante dos horas de viaje, más otras dos de regreso. Necesarias, por otra parte, para ir trasladando mis cosas, comprar algunas otras... y vaciar una maleta que regresará conmigo, para ser reutilizada mañana en el transporte de tropas, digo, de ropas.

Me ilusiona abrir mis puertas, las de mi casa, aunque creo que cuando pueda abrir mis grifos o encender mis bombillas y salga agua o se ilumine todo, será ya la rehostia. Mientras tanto procuro echar paciencia y buen humor.

Si todo funciona como es debido, el martes estaré ya instalada, aunque sea en precario. Y el miércoles, o el jueves, cuando pueda hacer acopio de coraje suficiente, emprenderé la vuelta al norte, para empaquetar cuando tengo de "movible" en el pueblo y buscar un transportista que me lo traiga al sur. ¿Para qué engañarles? Lo veo muy crudo y me causa una angustia indecible. Pero no hay más remedio que hacerlo, y hacerlo YA. Cada día que pasa y me acerca a Noviembre la montaña crece. Es de todo punto imposible que yo ponga un pie en aquella casa durante Noviembre. El plazo acaba.

El autobús, mientras tanto, rebasa Turre y enfila hacia Los Gallardos. Trato de mantener la atención en el paisaje, las casas, los campos de labranza, la sierra y los páramos desiertos. Intento pensar en la gente que vive en las villas blancas arracimadas sobre las laderas, con la mirada puesta en un horizonte marinero.

Las lomas que el verano dejó desnudas muestran una fina pelusa verde, hirsuta, como el cabello cortado a cepillo de un "marine". Junto a la carretera, en cambio, los lilos florecen espléndidos.

Esquivamos la autovía y proseguimos, paralelos a ella, en dirección a Alfaix. El verde se intensifica entre el roquedal ocre. Hay viñas y frutales, palmeras y olivos. Entre las grietas se amarran firmemente las chumberas, con las hojas gordas a reventar y los frutos virando del verde al amarillo y de éste al rojo, a medida que maduran. Más allá, los enhiestos pitacos se elevan seis, ocho, diez metros sobre el corazón de hojas triangulares de la pita, algunos todavía con flores amarillas en las manos y otros secándose despacio y arrastrando en su muerte a la planta madre. No ha llegado aun a mis oídos que por aquí destilen pulque (mucho menos tequila) aunque dudo que desperdicien una planta tan abundante y de la que tanto es aprovechable.

La carretera se interna en el macizo kárstico donde se enclava Sorbas, colgada sobre un precipicio, blanca de yeso y cal. Poco después, rebasado el desvío de Uleila y Lubrín, el autobús zigzaguea por la carretera en busca de la siguiente parada, dejando atrás una fábrica de cerámicas y un palmeral a su derecha, y las colinas que lo separan de Níjar a la izquierda. Apenas llevamos media hora de camino cuando el paisaje se aplana, y las colinas se apartan en la distancia, tornándose de un verde desvaído y un gris ceniciento. Bordeado de neumáticos pintados de amarillo queda atrás, en mitad de ninguna parte, el Circuito de Almería.

Alcanzamos, por fin, el desierto de Tabernas y cruzamos el puente sobre el cauce seco. Una breve incursión por la autovía deja a nuestra espalda una de las ubicaciones de los escenarios del Far-West que es Tabernas: Western Leone. Las lomas áridas, con apenas una borra verdosa creciendo diseminada en las faldas, duermen al sol.

Nos detenemos un instante en Rioja para recoger pasajeros, antes de abandonar sus huertas verdes cruzando el puente sobre el Andarax, que hoy no lleva ni gota de agua, y entrar en Benahadux, industrial y urbanita, dotada -esta sí- de estación de tren y con una importante superficie de invernaderos, que a partir de este punto proliferan notablemente.

Apenas quedan siete kilómetros para llegar y ya las naves industriales se suceden unas a otras, pegadas al filo de la carretera. Se multiplican las rotondas, las grúas, los pisos en construcción, los solares enmatojados. Por fin, alcanzamos la Carretera de Ronda, que enfila directa al corazón de la ciudad para terminar en la Plaza de Barcelona, o, para ser más exactos, en la rotonda que da paso a la Estación de Renfe y la Intermodal.

Concluyen así dos horas de viaje y esta redacción escolar, que podría dar en titular: "Método alternativo de distracción para esquivar pensamientos dolorosos en trayectos de duración corta, media o larga".




Sábado, 11 de octubre de 2005

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