15/4/07

Crónicas desde El Espejo

Ese fue el nombre que le dió el califa cordobés, Abderramán III, al fundarla hace más de un milenio, allá por el año 995: Al-mariyya, Espejo del Mar. Nació para vigía, para cuidar la costa. Cuando el califato cordobés se desintegró allá por el 1009, la ciudadela se independizó, convirtiéndose en uno de los reinos de Taifas más prósperos hasta que, en 1147, las tropas cristianas del rey Alfonso la tomaron. Los almohades la reconquistaron una década más tarde, pero finalmente, en 1489, los Reyes Católicos se hicieron con ella.

No conozco Almería. No he tenido tiempo suficiente. Supongo que cualquier almeriense de raíces ancestrales podría contarles cosas acerca de esta tierra, mucho mejor que yo. Pero lo que yo les propongo es otra cosa: Les propongo que me acompañen en mi viaje de descubrimiento. Pie a tierra, un paso tras otro.

La casa donde voy a vivir está próxima a la muralla de la Alcazaba, la mayor fortaleza construida en España por los árabes. La comenzó Abderramán, la amplió Almanzor (o Al-Mansur) y la terminó Hairán. Tiene casi kilómetro y medio de perímetro amurallado y consta de tres recintos, dos de ellos levantados en época musulmana, y un tercero en 1522 por el emperador Carlos I. Su interior podía albergar un ejército de considerables dimensiones. Unos 20.000 hombres. Por desgracia las guerras y los terremotos que se dan en la zona arruinaron los palacios y las mezquitas interiores.

Pero hoy no les voy a hablar de ella, porque todavía no la he visitado. Hoy voy a llevarles conmigo, de la mano, por calles, paseos y plazas que todavía no conozco, a contarles lo que veo y como lo veo.

Vamos, les invito a pasear por una ciudad desconocida y bella: Al-mariyya, el Espejo del Mar.


Por empezar desde algún lugar, digamos que empiezo a caminar desde el Puerto, al pie del Cable Inglés. Allí el Thomson Destiny, un crucero de lujo, descansa. Sus diez cubiertas se yerguen como un edificio de pisos (es más alto que mi casa), mostrando allá en lo alto catorce botes salvavidas que una, en su escepticismo, intuye que no serían suficientes para alojar todo el pasaje y la marinería en caso de catástrofe. Las estachas se aferran con fuerza, tensas, a los norays, manteniendo el enorme buque abarloado al muelle.




En el puerto, el Thomson Destiny descansa mientras sus pasajeros visitan la ciudad. La enorme estructura del hotel flotante, sujeta por gruesas estachas a los norays del muelle, resulta imponente vista desde abajo.

Algo más allá un barco de Trasmediterránea, el Ciudad de Salamanca si no me equivoco, carga vehículos en su vientre antes de partir, probablemente con destino a Ceuta, Melilla o Argel... no tengo la menor idea.

El viento de levante sacude las ramas de las palmeras, grandes abanicos plumosos, y zarandea las buganvillas del parque. Marruecos es aquí una presencia permanente, hay muchos inmigrantes y también muchos establecimientos pequeños con sus rótulos escritos en árabe y español.

Como otras ciudades mediterráneas Almería parece haber comprendido que no puede ni debe dar la espalda al mar. Que no hay otra forma de respirar y sobrevivir que mirándolo de frente, como hiciera desde su nacimiento. Por eso ha abierto la Rambla y ha despejado los accesos. En la seca Almería, flor del desierto en esta orilla del Mediterráneo, la ciudad es un canto al agua. Hay fuentes por todas partes, grandes y pequeñas. Incluso aquí en el puerto, junto al descargadero de mineral, en mitad del agua, un surtidor eleva su chorro hacia el cielo, salpicando las plumas de las gaviotas.

A las seis de la tarde la Rambla está vacía, pero cuando llegan las siete se convierte en un hervidero. Mamás con niños en carritos o brincando a su lado, juegos, añosos paseantes que caminan despacio, jóvenes a la carrera y parejas acomodadas por los rincones, compartiendo dulces naderías.

Cuando el sol baja, los rayos se reflejan en la piel de hierro y madera del Cable Inglés, acentuando su color de dátil maduro y azucarado, con las tolvas vacías apuntando al cielo intensamente azul mientras la luna juega a la comba sobre los cables de los pantalanes y los mástiles de los veleros que se alinean en el puerto deportivo.





Frente al Cable Inglés, el antiguo descargadero de mineral que se adentra en las aguas del puerto, se extiende el Paseo. Cuando anochece, las luces subrayan el óxido de la estructura de hierro y madera.

Las siluetas se recortan al contraluz de la puesta de sol; las sombras se alargan. Una a una, tímidamente, se van encendiendo las luces mientras el viento hace cantar las hojas de los árboles. El horizonte adquiere, poco a poco, un tinte rosáceo que va virando al malva, moteando el vientre de alguna nube despistada.

Contra los muros de la Alcazaba comienzan a despertarse hogueras iluminando las piedras, viejas de siglos, que han visto pasar tribus, ejércitos conquistadores y fugitivos, poetas, cortesanas... los que huyeron hacia el Sur hostigados por la guerra y hoy regresan bajo su sombra, hostigados por el hambre.





La Alcazaba almeriense, vista desde el Puerto, al atardecer y a boca de noche, con la luz cálida trepando por la muralla y las torres.

La luz de las farolas se adueña del paisaje a medida que el crepúsculo avanza. En el puerto, los yates se mecen sobre el agua en un vaivén moroso, con un sordo chapoteo como canción de cuna. Huele a brea oscura, pegajosa, intensa. Al filo del malecón, que protege y refugia, un faro chico, apenas mayor que una baliza, parpadea su mensaje en rojo, como si dijera: "Aquí estoy, habeis llegado a casa y podeis dormir tranquilos, nada aquí os ha de ser dañino".


Sábado, 17 de septiembre de 2005

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