23/4/07

La Costa de los Piratas VII

El Valle de Rodalquilar y sus playas son la puerta de entrada a tres fortificaciones que forman parte de las que deberíamos visitar.

Rodalquilar fue, intermitentemente, explotación minera de diferentes materiales. Pero a mí, pese a que la excursión iba de construcciones defensivas, lo que se me ha quedado grabado hasta la médula ha sido la lujuria del lugar.

Soy consciente de que no hay nada en este mundo como estar en el lugar correcto en el momento apropiado. Probablemente en cualquier otro invierno, seco y árido como acostumbran a ser en la región, o en cualquier otro día, con el sol apretando en la sesera, esta tierra se vea agreste y un tanto cruel.

Pero ayer el valle era un prodigio de verdor. Te llenaba los ojos, donde quiera que se te ocurriese dejarlos descansar. Como es habitual en las regiones áridas, aquí las plantas son de un agradecido que apabulla. En cuanto caen dos gotas de aguas se abren dispuestas a aprovechar la bendición húmeda. Y ayer había llovido, suavemente al principio y después con más intensidad. De forma que, cuando al llegar la tarde el sol se abrió paso y calentó la tierra, la hizo brillar de una manera casi mágica. La primavera, en el Cabo, es un milagro efímero y hermosísimo.

Tan efímero, al cabo, como el tiempo de luz de que dispusimos para tomar fotografías que reflejaran un poco de tanta belleza escondida tras las rocas y pegada al suelo. El aroma era también indescriptible, pues las barrancas, las hoyas y las laderas estaban llenas de jara, tomillo, romero y otras especies -algunas endémicas y que solo se crían en este pequeño rincón del mundo- que dejaban sentir su perfume alrededor.










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