24/4/07

La Milla Verde

La mayor parte son viejos añosos, más gruesos que yo y, por supuesto, bastante más talluditos. Se alinean en imperfecta formación al borde de la calzada, apenas separados tres o cuatro metros uno de otro; la distancia justa para que no se estorben pero puedan rozarse.

Desde la Puerta Purchena al Paseo de la Caridad, calle arriba, son ciento quince repartidos desigualmente entre levante y poniente. Hasta la puerta de mi casa, ciento ocho. Me saludan cada mañana y cada tarde, cuando paso a su lado, agitando sus verdes pelucas en un susurro cantarín coreado por el alboroto de los pájaros. Cuidan de mí, y de todos aquellos que recorren la calle.

Pero he mentido. Ya no son ciento quince, ni ciento ocho. Desde el lunes a hoy, han contemplado con la quietud inevitable de reos encadenados en sus alcorques, que no pueden fugarse, la muerte de treinta y cinco de ellos. Todos están condenados a caer, primero mutilados hasta dejarlos convertidos en muñones, luego arrancados de raíz, bajo las motosierras de las cuadrillas. Fuera nidos y pájaros, fuera la verde primavera que ya intuye su savia, su tronco y sus raíces, y no verán florecer. Ese es el agradecimiento por los años resguardando las cabezas de los viandantes del despiadado sol del mediodía, años limpiando el aire, años albergando nidos, que ahora quedan desamparados. Los pájaros se han quedado sin piso donde anidar esta primavera, muda.

No estaban enfermos, sus ramas crecían frondosas, salpicadas de pequeñas flores como capuchas de duendes, más tarde vainas. Pero alguien, en el Ayuntamiento, ha decidido que son "árboles sucios". Y ya no se han parado a pensar que están vivos, que dan sombra, que cobijan vida, que son fuertes y los gamberros no lo tienen fácil para echarlos abajo. Así que una partida presupuestaria -que bien podría haberse dedicado a otra cosa- se ha gastado en comprar plantones jóvenes de naranjos amargos, escuálidos y frágiles, de apenas un metro y medio de altura, que van ocupando uno a uno los alcorques de los viejos braquiquitos, sosteniéndose en dos muletas más gruesas que ellos mismos, y que tardarán años en dar algo de sombra... si es que consiguen sobrevivir al humo, las plagas y los vándalos, que de todo sobra y a todo están expuestos.

Naranjos amargos, pues. Amargos como la muerte de los viejos guardianes, serán los que nos acompañen a padecer las solanas brutales del verano, huérfanos como nosotros de sombra, cobijo o clemencia. Mientras tanto, impávidos, los viejos árboles van muriendo de pie.

Hoy, mientras regresaba a casa bajo un vendaval que apenas me permitía dar un paso, hendiendo con el bauprés el viento que se precipitaba por la calle abajo, rabioso, aullando entre las ramas de los sentenciados, casi me pareció oír en el áspero susurro de sus hojas su triste despedida. Aymé, aymé... -decían- no nos veremos más, pequeña bruja. Guarda tú la memoria de nuestra savia vieja.

Calle Calvario 0021


Si supiera de quien ha sido la idea "original" le podaba los huevos con la motosierra, y a otra cosa, mariposa.

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