24/4/07

Derribando al gigante

Aunque se atisba en lontananza alguna notable excepción, el perfil de esta ciudad es todavía, básicamente, horizontal. Los grandes bloques de pisos no suelen rebasar la docena de plantas -lo más habitual es entre siete y diez- y no se apelotonan unos contra otros, ni siquiera en primera línea de playa. Disponen de interludios diáfanos, ya sean pequeñas plazas, parques o, sencillamente, edificios de porte más bajo, de dos o tres alturas. Eso permite que la ciudad "respire", que corra el aire -y no vean si corre, a veces, que se las pela- hasta los cerros vírgenes que rodean la plaza, ocres, apenas recubiertos por la pelusa verde de matorral.

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Una sola construcción, al extremo oriental de la playa del Zapillo, más allá de la Térmica, aislada en su verticalidad, rompe ese molde. Marcando el límite entre el Paseo Marítimo y el Paseo de Ribera, donde el Zapillo dejó de ser Zapillo para cruzar el seco cauce del Andarax y convertirse en Costacabana, Retamar y El Toyo, se alza un edificio singular, una torre de 13 plantas que, en su día, se levantó como hotel, antes de pasar a ser residencia de ancianos, cuyos balconcillos breves miran al sur, en dirección a Melilla y Orán.

A esos balcones se asomaban los ojos cansados y viejos de algo más de un centenar de jubilados, a llenarse de luz y caldearse de sol. Les quedaba, en su vejez, un apartamento con vistas al mar, un mar que les cantaba nanas en esas noches de insomnios asustados que son las noches de mucha gente mayor, sin la certeza de llegar a despertar.

Así ha sido hasta el otoño pasado, cuando los abuelos fueron trasladados a Ballesol, la residencia que, cerca de mi casa, da la espalda al mar y mira hacia los cerros desérticos, en una desafortunada alegoría. Se han quedado sin el azul, sin las nanas y sin la brisa suave y cargada de sal, sin estar muy seguros de poder regresar algún día.

Hoy, la residencia ha perdido sus balcones, desgarrados a zarpazos por una uña inclemente y gigantesca que llegó, mercenaria, de algún lugar lejano, y empinada sobre una montaña de cascotes se afana en ir abriendo cicatrices en el lomo del hormigón. Pronto no quedará sino el recuerdo. Una imagen desvaída que se irá difuminando en la memoria de los viejos y en nuestras pupilas. Una fotografía virada a sepia. Dicen, y esperamos que sea cierto, que este derribo, que obedece a razones prácticas y de estética*, es el paso previo para levantar un edificio mucho más adecuado, que no agreda tanto el horizonte del paseo y que sea mucho más cómodo para más ancianos. Me gustaría pensar que eso va a ser verdad.

Mientras tanto, en El Ejido, unos cuantos kilómetros hacia poniente, las gruas van levantando poco a poco la que ha de ser la torre más alta, no ya de la región, sino de la comunidad autónoma: Torrelaguna, una torre de treinta plantas con todos los adelantos de la domótica. Y en Roquetas de Mar se abre paso, lentamente, un proyecto que contempla tres torres escalonadas, de doce, dieciocho y veinticuatro plantas.

Pero esas no serán para que nuestros abuelos se duerman escuchando su mar, ni les despierte un día más el alba tranquila asomándose a su ventana.

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*realmente el edificio es feo, y aislado como está, destaca del entorno una barbaridad. La única pega es pensar que algún espabilado -aquí gastamos de eso, como en cualquier otro punto de la geografía patria- decida que, ya que han tirado la residencia, van a aprovechar el suelo para volver a levantar "un hotelito" y los yayos que se queden donde están, que a esas edades la playa ya no se disfruta tanto.

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