24/4/07

La Chanca

Les hablaba, hace unos días, de fotografías en sepia, retratos del pasado.

Almería abandonó sus retratos en sepia no hace tanto tiempo, siempre la última, siempre a remolque de otras provincias más afortunadas, relegada en medio del desierto y frente al mar, camino a todas partes, destino de nadie.

Y del mismo modo que Almería siempre está entre los vagones de cola de este país de nuestros dolores y nuestras alegrías, de las últimas en el reparto, de las últimas en las preocupaciones... sus barrios muestran esa pluralidad mal avenida de quienes tienen mucho y quienes nada poseen. La miseria, el olvido, son más duros en los márgenes.

Quien visita Almería no se entretiene -y desde luego, hoy por hoy, no es recomendable hacerlo- en visitar los rincones donde la ciudad tuvo su origen, cuando la Alcazaba no era apenas otra cosa que una atalaya vigilando la bahía. La Chanca, el arrabal de Al-Hawd (el Aljibe), a poniente, donde los pescadores, los tejedores, los artesanos, los obreros que en cualquier época han sido, vivían y dejaban descansar -poco- sus maltratados huesos.

La Chanca, barrio marginal donde los haya, ha sido siempre referente de Almería. Poetas como Angel Valente (que vivió en Almería), Celia Viñas (también almeriense de adopción) o Goytisolo, la han dibujado entre sus letras. Sus casas-cubo, cuevas apenas, tiradas contra la ladera al pie de la Alcazaba, han sido representadas en fotografías y cuadros infinidad de veces. Ha parido gente que hoy tiene un nombre a nivel internacional, y de los que apenas se sabe nada en nuestro propio país, como Fermín Estrella, poeta, escritor, profesor y académico exiliado a Argentina, donde murió en 1990. Tomatito, esa guitarra mágica que acompañó tantas veces a Paco de Lucía o Camarón, compartiendo escenarios con Sinatra, McLaughlin, Chick Corea, es hijo de La Chanca.

Sin embargo, debajo del tipismo vestido de cal, como si fueran blanqueados sepulcros, siempre habitó la miseria, el paro, el analfabetismo, la exclusión. Los dramas humanos al otro lado del portón. Esos que nadie mira porque a nadie le gusta comprobar que tiene la miseria al otro lado de la puerta.

La Chanca quiere crecer. Sus gentes, un batiburrillo de payos, gitanos y moros, quieren que su barrio no se quede atrás, que la ciudad no olvide que, allá por los años sesenta, buena parte de los ingresos que la ciudad conseguía tenían su origen en su trabajo, y que nunca recibieron a cambio más que desprecio. Y empujan. Llevan cuarenta años empujando, intentando sacudirse la pobreza, la droga, la incultura. Cuarenta años dejándose la piel para conseguir que los suyos aprendan a valorar y a desear lo que otros alcanzaron antes que ellos.

Hoy, esta que les escribe pasó el día en La Chanca. En grupo porque -duele decirlo- no es lugar donde aventurarse por libre y a solas, que es como suelo visitar lo que visito. Y en grupo trepamos sus cuestas, de donde han desaparecido las casas-cubo enlucidas en cal y colores -verde, teja, azul- para ser sustituidas por esas otras casas que tienen menos tipismo, pero alguna que otra comodidad moderna. En La Chanca, Naima y su gente nos han invitado a té moruno y pastas, hechas en casa. En La Chanca, nos cantaron, más grandes y más chicos, sin faralaes ni cuentos, y bajó la Luna de Plata de García Lorca, pese a todos los avisos de lo que los gitanos iban a hacer con ella. En La Chanca, hoy, no comimos de restaurante de cuatro tenedores, sino los "fideos aparte" y los "caramales" (... mamaaaaa, tenemos "caramales" y tó...), comida de pescadores a bordo de las vacas. En La Chanca, Pepe "El Barbero", cuarenta años al pie del cañón, dando la vara desde la Asociación del barrio, nos habló de sus gentes, de sus problemas y de sus sueños.

Desde aquí, en lo alto del Cerrillo de las Palomas, uno ve la Alcazaba a Levante, desde arriba, y en los días claros y sin calima -no como hoy, que caían los treinta bajo un sol de justicia, y no importa que estemos rozándole los bigotes a Noviembre- se ve toda la bahía. No solo hasta Cabo de Gata, sino hasta la silueta azul de la costa marroquí... que no se vayan a creer que está a la vuelta de la esquina, como en el estrecho.

Lo mismo esta Almería no les parece a ustedes bonita. Tal vez no la encuentren agradable. Pero es tan parte de mi ciudad como el resto. De las Cuevas de las Palomas a la Plaza Pavía; de la Plaza Moscú al Barranco Greppi; del Cerrillo del Hambre a la calle Chamberí, sus gentes luchan, a veces contra ellos mismos y sus ganas de tirar la toalla y dejarse llevar, que es la lucha más dura que uno conoce. Y tienen derecho a que se les mire a la cara, y se les tienda una mano, porque son tan parte de la ciudad como el resto.


Es más... ¿quieren que les diga algo? Entre casas pobres, ruinas, bloques a medio construir y vertederos, las calles de La Chanca estaban -hoy, al menos- mucho más limpias que las calles de mi barrio. Y no he sido yo la única que se ha sorprendido al comprobarlo.

Antes de ver las casas, es bueno ver las gentes.

De entre las gentes, siempre es más dulce empezar por los niños. Ver la vida que brinca, que canta, que sueña a chorros.

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Tiene seis años. Aprieta los puños, encoje el rostro y gime. Pero no es llanto, sino pasión. Canta una canción de cumpleaños, pero no el JapiBerzdei. La suya lleva dentro un duende particular.

Por un rato, ser la estrella de la película, la artista a quien todos aplauden, el corazón de la fiesta, es una delicia. ¿Le robarían ese placer?

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Ella, sin embargo, se arma de paciencia para esperar que los mayores terminen su jornada de trabajo, en el mercadillo de la Plaza de Pavía.

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A veces uno no mira cuando aprieta el disparador, y luego se sorprende cuando por una esquina asoma la caricia de una sonrisa y por la otra la inocencia de una mirada.

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Y, aunque esto no sea Jaen, pueden llamarlas Aixa, Fátima y Marién. Y dejarse enamorar.

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Té, limonada, música y sonrisas. Con pañuelos o sin pañuelos, con ajorcas o sin ellas, destapadas o tapadas... ¡Ojalá el mundo fuera así de amable más a menudo!

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Ni batas, ni delantales, ni lunares, ni flores en el pelo. Blusón y tejanos, una guitarra, una caja, una miajita de arte... y la luna lorquiana baja a plena luz del sol, a dejarse cantar.

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Y, al cabo, nada lo explica mejor que la voz de una guitarra.

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Mañana llegarán los paisajes, más duros. Pero será mañana... que siempre es otro día.



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