22/4/07

DÍAS DE HELADO Y CHANQUETES.

Escrito por A. (bajo "alias") el 14 de Octubre de 2005.


De niños hasta una piedra puede convertirse en un tesoro. No es de extrañar, pues, que aquellos dos suculentos alimentos se convirtieran en el manjar más extraordinario del universo infinito... y parte del extranjero.

Ni siquiera la rutina podía hacer olvidar su delicioso sabor. Después de la agotadora sesión playera en La Térmica (que es como conocíamos a la playa urbana del Zapillo por la central térmica de La Sevillana que estaba en primera línea de costa) regresábamos a casa en tropel cuatro padres, una abuela y nueve niños.

Pero a mitad de camino, como si a nadie antes se le hubiera ocurrido tal idea, alguien proponía: ¿pasamos por el Ortega?. No hacía falta responder, pero lo hacíamos, claro....

-síiiiiiiiiiiiiiiiiiii.

Coca-colas de niños y claras muy claras cuando ya empezábamos a entrar en la edad de espigarnos. Lo que nunca faltó fue la tapa: siempre chanquetes crujientitos y dorados, chanquetes chiquitines, con sus ojitos negros que te miraban sin que nos sintiéramos culpables de nada más que de disfrutar como energúmenos zampándonoslos, una decena de chanquetes para cada uno en su platichuelo redondo.

Una vez cumplido el ritual en el Ortega (y medio mareados por el culín de cerveza que llevaba la clara) ya era el momento de ir a casa. Comíamos en plan rancho (lo mismo para todos y el que tuviera escrúpulos que se quejara a la Virgen del Carmen, que no estaba el asunto como para reclamaciones particulares).

Al terminar nos esperaba el segundo de los manjares cotidianos. Nada más acabar el postre los nueve salíamos pitando a la calle (¿a quién le importaban los cuarentaytantos grados a la sombra?) a la Heladería Adolfo, apenas a dos manzanas de nuestra casa. Ahí, con estoicismo y mucha mano izquierda, Adolfo nos servía aquellos cucuruchos de helado artesanal, jamás dos helados de igual sabor (tanta era nuestra fantasía).

Desde entonces hasta ahora (y mira que ha llovido, menos en Almería, casi 30 años) nadie me ha podido convencer de que haya sobre el orbe de la tierra un sabor de helado más maravilloso que el de tutti-fruti. Nadie, y miren que lo han intentado.

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