24/4/07

Derribando al gigante

Aunque se atisba en lontananza alguna notable excepción, el perfil de esta ciudad es todavía, básicamente, horizontal. Los grandes bloques de pisos no suelen rebasar la docena de plantas -lo más habitual es entre siete y diez- y no se apelotonan unos contra otros, ni siquiera en primera línea de playa. Disponen de interludios diáfanos, ya sean pequeñas plazas, parques o, sencillamente, edificios de porte más bajo, de dos o tres alturas. Eso permite que la ciudad "respire", que corra el aire -y no vean si corre, a veces, que se las pela- hasta los cerros vírgenes que rodean la plaza, ocres, apenas recubiertos por la pelusa verde de matorral.

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Una sola construcción, al extremo oriental de la playa del Zapillo, más allá de la Térmica, aislada en su verticalidad, rompe ese molde. Marcando el límite entre el Paseo Marítimo y el Paseo de Ribera, donde el Zapillo dejó de ser Zapillo para cruzar el seco cauce del Andarax y convertirse en Costacabana, Retamar y El Toyo, se alza un edificio singular, una torre de 13 plantas que, en su día, se levantó como hotel, antes de pasar a ser residencia de ancianos, cuyos balconcillos breves miran al sur, en dirección a Melilla y Orán.

A esos balcones se asomaban los ojos cansados y viejos de algo más de un centenar de jubilados, a llenarse de luz y caldearse de sol. Les quedaba, en su vejez, un apartamento con vistas al mar, un mar que les cantaba nanas en esas noches de insomnios asustados que son las noches de mucha gente mayor, sin la certeza de llegar a despertar.

Así ha sido hasta el otoño pasado, cuando los abuelos fueron trasladados a Ballesol, la residencia que, cerca de mi casa, da la espalda al mar y mira hacia los cerros desérticos, en una desafortunada alegoría. Se han quedado sin el azul, sin las nanas y sin la brisa suave y cargada de sal, sin estar muy seguros de poder regresar algún día.

Hoy, la residencia ha perdido sus balcones, desgarrados a zarpazos por una uña inclemente y gigantesca que llegó, mercenaria, de algún lugar lejano, y empinada sobre una montaña de cascotes se afana en ir abriendo cicatrices en el lomo del hormigón. Pronto no quedará sino el recuerdo. Una imagen desvaída que se irá difuminando en la memoria de los viejos y en nuestras pupilas. Una fotografía virada a sepia. Dicen, y esperamos que sea cierto, que este derribo, que obedece a razones prácticas y de estética*, es el paso previo para levantar un edificio mucho más adecuado, que no agreda tanto el horizonte del paseo y que sea mucho más cómodo para más ancianos. Me gustaría pensar que eso va a ser verdad.

Mientras tanto, en El Ejido, unos cuantos kilómetros hacia poniente, las gruas van levantando poco a poco la que ha de ser la torre más alta, no ya de la región, sino de la comunidad autónoma: Torrelaguna, una torre de treinta plantas con todos los adelantos de la domótica. Y en Roquetas de Mar se abre paso, lentamente, un proyecto que contempla tres torres escalonadas, de doce, dieciocho y veinticuatro plantas.

Pero esas no serán para que nuestros abuelos se duerman escuchando su mar, ni les despierte un día más el alba tranquila asomándose a su ventana.

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*realmente el edificio es feo, y aislado como está, destaca del entorno una barbaridad. La única pega es pensar que algún espabilado -aquí gastamos de eso, como en cualquier otro punto de la geografía patria- decida que, ya que han tirado la residencia, van a aprovechar el suelo para volver a levantar "un hotelito" y los yayos que se queden donde están, que a esas edades la playa ya no se disfruta tanto.

La Milla Verde

La mayor parte son viejos añosos, más gruesos que yo y, por supuesto, bastante más talluditos. Se alinean en imperfecta formación al borde de la calzada, apenas separados tres o cuatro metros uno de otro; la distancia justa para que no se estorben pero puedan rozarse.

Desde la Puerta Purchena al Paseo de la Caridad, calle arriba, son ciento quince repartidos desigualmente entre levante y poniente. Hasta la puerta de mi casa, ciento ocho. Me saludan cada mañana y cada tarde, cuando paso a su lado, agitando sus verdes pelucas en un susurro cantarín coreado por el alboroto de los pájaros. Cuidan de mí, y de todos aquellos que recorren la calle.

Pero he mentido. Ya no son ciento quince, ni ciento ocho. Desde el lunes a hoy, han contemplado con la quietud inevitable de reos encadenados en sus alcorques, que no pueden fugarse, la muerte de treinta y cinco de ellos. Todos están condenados a caer, primero mutilados hasta dejarlos convertidos en muñones, luego arrancados de raíz, bajo las motosierras de las cuadrillas. Fuera nidos y pájaros, fuera la verde primavera que ya intuye su savia, su tronco y sus raíces, y no verán florecer. Ese es el agradecimiento por los años resguardando las cabezas de los viandantes del despiadado sol del mediodía, años limpiando el aire, años albergando nidos, que ahora quedan desamparados. Los pájaros se han quedado sin piso donde anidar esta primavera, muda.

No estaban enfermos, sus ramas crecían frondosas, salpicadas de pequeñas flores como capuchas de duendes, más tarde vainas. Pero alguien, en el Ayuntamiento, ha decidido que son "árboles sucios". Y ya no se han parado a pensar que están vivos, que dan sombra, que cobijan vida, que son fuertes y los gamberros no lo tienen fácil para echarlos abajo. Así que una partida presupuestaria -que bien podría haberse dedicado a otra cosa- se ha gastado en comprar plantones jóvenes de naranjos amargos, escuálidos y frágiles, de apenas un metro y medio de altura, que van ocupando uno a uno los alcorques de los viejos braquiquitos, sosteniéndose en dos muletas más gruesas que ellos mismos, y que tardarán años en dar algo de sombra... si es que consiguen sobrevivir al humo, las plagas y los vándalos, que de todo sobra y a todo están expuestos.

Naranjos amargos, pues. Amargos como la muerte de los viejos guardianes, serán los que nos acompañen a padecer las solanas brutales del verano, huérfanos como nosotros de sombra, cobijo o clemencia. Mientras tanto, impávidos, los viejos árboles van muriendo de pie.

Hoy, mientras regresaba a casa bajo un vendaval que apenas me permitía dar un paso, hendiendo con el bauprés el viento que se precipitaba por la calle abajo, rabioso, aullando entre las ramas de los sentenciados, casi me pareció oír en el áspero susurro de sus hojas su triste despedida. Aymé, aymé... -decían- no nos veremos más, pequeña bruja. Guarda tú la memoria de nuestra savia vieja.

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Si supiera de quien ha sido la idea "original" le podaba los huevos con la motosierra, y a otra cosa, mariposa.

Viernes, Primavera, Almería... ¿se puede pedir más?

Hoy el cielo no estaba tan azul como ayer. Hebras blancas, de nubes desgarradas, le daban un tinte pálido. A cambio ha hecho mucho más calor... o tal vez fuera que yo no llevaba mi camiseta de tirantes, sino un jersey de manga corta.

La gente en la playa se multiplica, se hace evidente el viernes, el preludio del gozo. El mar centellea plácido y, en la mesa próxima, dos jóvenes italianas charlan casi adormiladas bajo el sol, mientras algo más atrás una vibrante voz de barítono canturrea "ti voglio bene" con evidentes intenciones de pescar doradas.

Atravesando el paseo, casi a trompicones, un bebé corre inestable desde los brazos de su abuela hasta los de su madre, que regresa del trabajo por un camino embaldosado de luz. En la arena, los adolescentes juegan con las palas, en la mar, los chiquillos brincan en el levísimo oleaje.

Bicicletas, carritos, patines, paseos reposados. Nadie parece tener prisa, salvo las palomas que hacen carreras de este a oeste de la linea de mar, por el puro placer de volar.

Este es un lugar hermoso... o tal vez no. Tal vez se trate simplemente de que yo estoy enamorada. Tal vez su hermosura sea la forma en que se derrama desde mis ojos ese sentimiento que me deja la caricia de esta tierra, de este viento, de este mar.

Cerveza y cherigan de atún pueden parecer escasos como almuerzo -las tapas en la playa son, por añadidura, más escasas que en los lugares habituales- pero no necesito más para recargar: dos cervezas y dos cherigans salen por poco más de tres euros.

El aire ya huele a playa de verano. Es ese aroma peculiar que resulta de la mezcla de la brisa salobre, la arena húmeda, los chiringuitos y los bronceadores. Mañana, sin falta, me llego con el bikini y empiezo a darle color a este cuerpo pálido de invierno, que me está pidiendo guerra.

¿Y la risa? La risa bendita, bendita risa, que resuena por todas partes. Niños y grandes, jugando, disfrutando del regalo de quien sabe qué generosos dioses... o no. Me recargan. Es como si me conectase a una red luminosa que rechazase el gris para empavonarlo de colores, como un arcoiris desordenado y caótico. En la oficina se dan cuenta, igual que advierten la más mínima señal de desaliento o desánimo. En estos días es como si hubieran aprendido ya a leerme en la cara las emociones, aunque ignoren -ni falta que les hace saberlo- qué las provoca.

Luego... de pies al mar. Restauradas las fuerzas se impone la hora del paseo. Sobra tiempo para descalzarse y caminar por la delgada rompiente, donde las caricias en los tobillos se repiten una, y otra, y otra vez.

Res no enguixa tantes esquerdes
com caminar per... la sorra.


(Nada repara tantas grietas
como caminar por... la arena*)

Al borde del agua los pescadores friegan las barcas y llenan los depósitos. Alguno, incluso, empuja ya la barca orilla adentro, tensos los brazos, las piernas musculosas asomando bajo los pantalones enrollados. Un empellón y saltan sobre la borda, mientras el pequeño motor petardea y rebasa el cíngulo de rocas desde donde las gaviotas contemplan el panorama mientras cazan, como al descuido, algún pez despistado.

A las tres y media de la tarde he alcanzado el final del Zapillo y, aunque podría seguir adelante, adentrándome en el Paseo de Ribera -previo un trecho de carretera- debo regresar al trabajo. Doy media vuelta, siempre por la orilla, y descubro ante mí los restos de mis huellas más recientes, hundidos en la arena como una fina hilera de hoyos que se van deshaciendo lavados por la mar. A lo lejos ya no queda ni una sombra. Es casi una metáfora de cómo me siento: Estoy aquí y ahora, soy real, y mis huellas más recientes son lo único que perdura de mí. El pasado ha desaparecido, como si no hubiera venido de ninguna parte, como si hubiera nacido aquí, ahora, al borde de esta bahía azul.

Como un compañero fiel, el mar canta junto a mí, acompañando de paseo de regreso. Nunca podré sentirme totalmente sola mientras tenga ocasión de hundir mis pies en el mar. Porque él lleva las huellas de mi gente, me cuenta sus secretos, me seduce, me engaña, se enfada conmigo, me hace bailar, me coge en brazos, eriza mi cuerpo... mi mar me hace el amor cada vez que le toco.

Es un viernes de Gloria. Un viernes de Almería a boca de primavera.




*En realidad la estrofa dice "nada repara tantas grietas como caminar por la hierba"... pero me he permitido la digresión.

Cabo de Gata II

Dejamos una y nos aventuramos en otra, a cual más salvaje, a cual más abrupta. Triscando como cabras (y no hay cohones de sacar la cámara mientras resuellas) nos vamos adentrando en Cala Chica... que no es tan chica, pero sí muy poco accesible desde tierra, de modo que la frecuenta poca gente.

Como buena zona volcánica en la que andamos, desde el suelo brotan arquitecturas pétreas, como manos de roca intentando subir a tocar el cielo desde las profundidades.



La piedra se desliza, se apila como montones de toallas oscuras, se alza gritando sobre el borde del mar, que le va lamiendo los dedos.







Mientras, allá, en lo alto, donde menos te lo esperas, la vegetación se agarra a lo inasible, forma penachos en mitad de la nada, sobrevive en donde jurarías que no tiene asidero, ni alimento, ni posibilidades... y te larga su mensaje: "Seré un plantajo, pero a ver si tienes tú la mitad de ovarios para sujetarte como me sujeto yo, y salir adelante..."



¡Toma que no...!

De Cala Chica al Barronal, a la yaya le da un yuyu. Esto de las subidas y las bajadas, de mojarse los pies y el culillo, de triscar como si tuviera quince en teniéndolos tres veces, tiene sus consecuencias. Pero como la única alternativa viable es escuernarse siendo portada en angarillas o pedirle socorro al helicóptero de la guardia civil, se repone a trompicones y dice que: "pa chula ella, y pa hostias sus rodillas..." y que llega al Barronal aunque sea reptando sobre el culo.

Y así va, casi a rastras, monte arriba, hasta alcanzar el otro lado del repecho y tirarse, duna abajo, hasta aterrizar en la playa.

Las fotos, evidentemente, cuando ha pasao el disgusto:







Atrás queda el risco, que si nos pasamos un pelo nos gana la partida.



Eso sí, como al bueno de Moisés, lo de la Tierra Prometida se queda apalabrao para otro día. Al fondo, en la distancia, la Playa de Monsul, oculta tras el acantilado del Barronal, y la Vela Blanca, con su torre, se quedarán esperando otra oportunidad.



Pero la mar nos ha dejado estrellas en los ojos, y las gaviotas nos han volado bajo los pies...





... y volveremos. Sin tardar demasiado.



Lo del yuyu de la yaya no fue nada comparado con el peazo susto que se llevó la compañía. Blanquitos como perlas se quedaron algunos... pero no fue nada. Al menos nada que cinco minutos de sentar el culo y reposar no pudiese arreglar.

Claro que no siempre se tienen los cinco minutos a mano. El día que me dé haciendo puenting, o haciendo paracaidismo, no sé yo si voy a venir a contarlo...

Me comenta un amigo que, para él, que es de secano, hay demasiada agua y poco chiringuito donde reparar la sed.

El exceso de agua no es tal. La zona es más bien tirando a desértica y que el sol pica de lo lindo. El agua se agradece. Lo del tasco, en cambio, es otra cosa. Pero... ¿quien se arriesga a montar un chiringuito en mitad del Parque Natural, sin electricidad y teniendo que bajar las barricas y los suministros por esas escorrentías, o a golpe de remo desde la mar?

Que esa es otra: Esas calas suelen ser refugio de piratas. Piratas de los modernos, de los que llegan a golpe de zodiac y patera, con su mercadeo de sustancias idiotizantes y de carne de cañón... lugares abruptos, recónditos, donde poder colarse sin que haya más verde por medio que el verde de los pitacos y las opuntias.

No es sitio, no. Hay que pisarlo de día, y abandonarlo a la oscuridad.

Eso sí, luego alcanza uno otra vez la carreterilla (que queda algo más atrás, arrinconada al otro lado de los cerros) y siempre aparece algún pueblo donde saciar la sed y, lo que es más importante, el hambre. Buen yantar y buen beber: pescaíto fresco, migas, gurullos, olla... en fin. Que no falta tampoco.


Cabo de Gata

Noviembre. Domingo. Sol. No hay mejor momento para aventurarse por las tierras de Cabo de Gata. En verano, Lorenzo es capaz de asesinarte mientras trepas a pie por las laderas ásperas, o atraviesas las dunas, o te hundes en sus calas azules. Pero ahora, en Noviembre, lo que hace es acariciarte y darte ánimos. Un empujoncito hacia la cumbre mientras intentas adivinar una senda entre las rocas y las piedras sueltas que ruedan, loma abajo, cuando las rozan los pies.

Empezamos la mañana en San José, blanco y luminoso bajo el sol otoñal, con un agua azul intenso besando el cuenco de su playa y haciendo oscilar los veleros que veremos después.

Asentado entre Cala Higuera y el Cerro de Enmedio, cruzamos el pueblo para desayunar en una tasquilla, antes de colarnos por la carretera que nos conducirá rumbo al Sur, hacia el Cerro del Avemaría y la Playa de Los Genoveses, bordeada de pinares, palmitos, pitacos y nopales, pasando junto al viejo molino (ahora en etapa de restauración) y desde donde abandonaremos la carretera para dedicarnos a trepar, como cabras, y acabar metiendo los pies en las aguas de alguna cala chica, engastada como un ágata en su corona de rocas.

San José - Cabo de Gata-Níjar
San José. Pesquero y blanco, entre el desierto y la mar.

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Cerro del Ave María - Molino

Cerro del Ave María. El molino, ahora encalado y sin su peculiar techumbre, que se caía a pedazos, está en restauración.

Los Genoveses

Llegando a Genoveses. Pinares, pitacos y palmitos.

Los Genoveses

Genoveses. Hacia el Sur... el desafío.

Genoveses, parada y fotos. Es lo que hay... que si la roca, que si el Morrón, que si la duna, que si "fíjate, ni una huella en la arena, que parece el fondo'l mar...", que si "con la que nos espera ahí delante, mejor cojemos impulso primero..."

Vamos, que si no nos azuzan para seguir, nos quedamos espanzurraos tomando el sol y bañándonos.

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...sus, que pereza...!

Vista al frente, marcha adelante, cuesta arriba... todo tieso en dirección a la Cala de los Amarillos. Y a tener bien presente que, en adelante, el firme solo es firme a ratos, que las piedritas te juegan unas malas pasadas de no te menees y que, en muchos rincones, lo que hay abajo no es, precisamente, blando. Por más agua que tenga.

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Antes de llegar a la de los Amarillos, una pequeña cala se abre a nuestros pies. Hay quien le echa ganas y tesón, y se aventura a bajar por la abrupta ladera -y luego a volver a subir, clarostá-. ¿El premio? Pisar la lisura, como si estrenases un trocito de tierra...

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En la roca, una pareja de gaviotas están a lo que están... el sol, y la pesca, sin dejar de observar de refilón al hatajo de piraos que se pasea.

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Mientras, desde la altura, podemos observar cómo queda a nuestra espalda un velero fondeado en Genoveses, donde pasará el día acunado por las aguas.

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Señor, señor... ¡qué mala es la envidia!

Pues que llegamos a Los Amarillos y luego a Cala Príncipe y hay gente -un par- tumbada al sol (en pelotari, clarostá). Y es que son preciosas, no hay otro nombre para decirlo mejor.











La resbaladiza ladera de donde venimos no parece cosa muy seria, vista desde aquí.



El mar, tentador, nos hace guiños chispeantes desde el azul.

El agua se ha quedado atrapada en una pequeña balsa, y refleja en su mirada transparente el acantilado que se levanta sobre la arena, y que debemos atravesar, si sí, como si no, porque para llegar aquí la única forma son piernas o flotar.





Y miras hacia el cielo, y ves el acantilado



Y te repites... "mira la que me espera, y yo con estos pelos..."



Y das un suspirito y dices... "pues no hay otra que tirar pá las piedras..."

Y al final, terminas diciendo...: "Pues bueno, si no hay otro remedio... al menos... ¡que me quiten lo bañao!"




La Chanca III

Rafael, "El Rana", es pastor. Pastorea cabras. Y tiene, encaramado en la loma de las Cuevas de las Palomas, un huerto chico, que se acoda en un mirador pobre frente al puerto. Un huerto árabe, del mismo estilo que los del siglo XI, aterrazado en balates que, como cuenta Maria del Mar -especialista en jardines y paisajismo- es un ejemplo chiquito del jardín de los sentidos, típicos de las Alpujarras y el Albaycín. El huerto de El Rana no se ve desde el exterior, porque gira sobre sí mismo, envolviéndose, como el laberinto de las caracolas y, como su propietario andaba fuera de su reino, a vueltas con sus cosas, no pudimos entrar. Tal vez, con suerte, tenga oportunidad en otro momento... sobre todo si tenemos en consideración que el proyecto que está sobre la mesa es convertir el huerto en jardín, un espacio verde para el barrio, donde el romero, las celestinas, la lantana, las lavandas, el tomillo y el aloe vengan a ocupar el lugar de tomates, pimientos y habas. Un jardín donde a las datileras, higueras, granados y azufaifos se unan pistachos, palmitos, algarrobos, chumberas y limoneros, naranjos y almendros amargos, pinos cipreses, hiedras y buganvillas. Un jardín de olores y colores que recorra las cuatro estaciones, ajustado a un concepto viejo en esta tierra, de aprovechamiento del bien escaso que es el agua, y de desarrollo sostenible. Un homenaje a quien ha sabido preservar un rincón verde en medio de la aridez, metáfora de la vida en este barrio.

Las fotos -y bien que lo siento- no le hacen justicia. Nos quedamos a las puertas.

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Alcanzas la cima y contemplas, a tus pies, la fortaleza y la ciudad al completo. Desde aquí se ve, en días claros, no solamente la punta de Cabo de Gata sino, bordeando en una silueta de un levísimo azul el horizonte marítimo, la costa marroquí. En esta cima, la tecnología ha plantado todas las antenas, plataformas y andamiajes habidos y por haber. Sus instalaciones, las que darán cobertura a nuestros teléfonos móviles, servicio a nuestras redes ADSL, alcance y cobertura a la radiodifusión de todo tipo, están protegidas por casetas y vallas.

Pero, esas vallas que protegen la propiedad privada y nos garantizan la modernidad, son ausencia a la hora de garantizar la seguridad. El precipicio queda abierto al fondo de una pendiente de grava deslizante, por la que cualquier chiquillo -y lo hacen- se puede resbalar. ¿Y que hay al extremo del tobogán de tierra? Pues al extremo existe una tomadura de pelo, que no merece otro calificativo. Uno la contempla, en la distancia, y piensa que pese a todo los niños están seguros, tan protegidos por una valla metálica como las infrastructuras tecnológicas. No, no crean que la luz ha vuelto borroso el tejido de alambre que debía aparecer en estas fotografías. Es que la valla no existe. Solo existen los postes de aluminio, encajados en el borde del cemento y absolutamente inoperantes. Total... aquí solo suben los chiquillos de La Chanca, y esos son de goma.

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Si La Chanca tiene una lacra que le roe las entrañas es esa lacra vieja que padecen los pobres: La incultura.

Fue antaño hambre y raquitismo; y sigue siendo aun hoy paro, marginación y droga. Pero la carencia más importante es la cultural. El absentismo escolar es brutal, los niños abandonan los estudios con una facilidad pasmosa y, así, el barrio es cantera de parados y de empleo en precario, cuna de desencantos, carentes de alternativas de ocio que les estimulen a apreciar y cuidar su entorno y su desarrollo: deportes, artes, aficiones que les aparten del escapismo por la vía de la droga, de vivir a caballo del desastre. Puentes que les permitan cruzar el barranco, más social que físico, e integrarse en la ciudad como otro barrio más, con sus particularidades, pero no menos digno por ser algo más pobre.

Pedro García López, director del Colegio del barrio, escribe en la presentación del Foro de La Chanca:

Corría el año 1969, trabajaba a la vez que estudiaba Magisterio, vivía en Barcelona entre emigrantes almerienses y de otros lugares, fui a preparar un examen a la Biblioteca del barrio, y al rellenar la ficha de inscripción, la bibliotecaria, al leer el dato "natural de Almería", me preguntó muy bajito -¿Quieres leer dos libros sobre tu tierra?-. Naturalmente dije que sí. Me los entregó y lo anotó en una hoja aparte, porque según me comentó, no podían constar en el registro oficial, ya que estaban prohibidos. Se trataba de "Campos de Níjar" y "La Chanca" [*].

La lectura de aquellos libros, en aquella época y en aquel lugar tan lejano de mi tierra, produjo en mí una sensación terrible, mezcla de dolor, de compromiso, y a la vez de esperanza. Hasta el punto que, a partir de entonces y durante mucho tiempo, soñaba con ser maestro y trabajar en ese barrio descrito tan magistralmente por Juan Goytisolo. Barrio que desconocía, ya que me había criado en un pequeño pueblo de la Sierra de los Filabres.

Este sueño de mi juventud, mucho tiempo después, se hizo realidad y aquí llevo, como los niños de La Chanca, "apegado" al barrio, dieciseis años, trabajando en aquello que siempre deseé.

Hoy el barrio ha cambiado, ha mejorado algo a como lo viera Goytisolo, gracias al esfuerzo continuado y comprometido de sus vecinos, encabezados por su incansable asociaciación "La Traiña" que, con Pepillo al frente, han sabido arrancar de las diferentes administraciones, soluciones a los muchos problemas que de todo tipo, ha venido sufriendo el barrio.


Queda mucho, muchísimo, por hacer. Pero todo pasa por la escuela, por educar, por educar, por educar, por educar, por educar... y así llegarán los cambios, porque quien conoce aquello a lo que puede aspirar si se lo propone, es más capaz de luchar por ello, tiene más herramientas, valora mejor lo que consigue y aprende a conservarlo.

Todo pasa por la escuela. El mundo abierto que hay que mostrarles, el mundo del que afirman querer ser ciudadanos está al otro lado de su calle, en la otra orilla del desarrollo. Tienen muchas cosas que aportar, y muchísimas por recibir.

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[*] Campos de Níjar (1954) y La Chanca (1962) son libros de Juan Goytisolo.