22/4/07

Viajando (otra mirada más)

Escrito por A. (bajo "alias") el 11 de Octubre de 2005.


Corría el año catapúm, mes arriba mes abajo, cuando la típica familia española de clase media-escasita afrontaba sus vacaciones de verano como buenamente podía, es decir, vacaciones de las de dos semanas mínimo y en casa de familiares, que eso de los hoteles, los resorts y alquileres de a cien mil la semana aún no se había inventado.

Tan de clase media era aquella familia que ni coche propio tuvo hasta bien entrada la infancia de los cuatro churumbeles que la componían, y aún así el primer turismo en propiedad que condujo el padre era el inevitable SEAT 600 de tercera mano, amarillo pálido para más señas, que para pocas caminatas kilométricas estaba.

Pero las vacaciones eran las vacaciones. Gran dilema. Un familia con coche propio no podía permitirse "el lujo" de ir nuevamente a Almería en el expreso nocturno, pero tampoco podía someter al seílla a un martirio de tal calibre. Así que, como era costumbre también en aquellos tiempos tan distintos de los actuales, el padre de familia (el mío, por si aún no había quedado claro) se veía obligado a tragarse la vergüenza y pedir a algún familiar el préstamo de un turismo algo más saleroso que el propio.

Un año fue un SEAT 133 el lujoso vehículo que nos llevó a Almería (ríanse ustedes, pero eso era todo un cochazo... comparado con el seiscientos, claro). Al siguiente verano ya subimos un escalón en la categoría y pudimos viajar cómodamente los 6 en un SEAT IBIZA de los primeros que se fabricaron, una bala, se lo aseguro.

El caso es que tengo algunas imágenes grabadas a fuego en la memoria de los caminos (pues eso de la autovía aún estaba por inventar) que recorríamos, pero las estampas más vívidas son las de las carreteruchas que anunciaban ya la inminente llegada a Almería. El tramo Murcia-Almería me resultaba extraño, lejano, atípico, sorprendente....

Esos árboles desérticos no se parecían en nada a los pinares de mi Castilla, esas pitas, esas palmeras, esas chumberas.... la arena se metía en la carretera y borraban los arecenes, la luz del sol no tenía esa dureza de contrastes que yo conocía sino que deslumbraba como tamizada por una enorme lona azul celeste. Sensaciones tan extrañas como cautivadoras.

Cuando faltaban apenas unos kilómetros el coche, que no dejaba de recibir parabienes por parte de la familia a lo largo de todo el camino, se adentraba en el desierto de Tabernas. Mi Tío Pepe, el de Almería, siempre tenía una palabra en la boca para definir ese paisaje: inhóspito, y aparentemente lo era, aunque hoy sé que la dureza del paisaje nada tiene que ver con su hospitalidad.

Finalmente cruzábamos por un puente el Río Andarax, que siempre me pareció curioso llamar río a un cauce lleno de piedras y lagartijas. Pasado el puente ya estábamos en territorio conocido, el club de Tenis, un poco más allá el campo de fútbol, el camino de Ronda y la Telefónica.

PIIIIP.... PIIIIP... sonaba el claxon del coche al llegar a casa de mis tíos. Éstos casi nunca respondían al saludo desde el balcón, y no deja de ser lógico si tenemos en cuenta que cada año cambiábamos de coche.

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