24/4/07

Cabo de Gata II

Dejamos una y nos aventuramos en otra, a cual más salvaje, a cual más abrupta. Triscando como cabras (y no hay cohones de sacar la cámara mientras resuellas) nos vamos adentrando en Cala Chica... que no es tan chica, pero sí muy poco accesible desde tierra, de modo que la frecuenta poca gente.

Como buena zona volcánica en la que andamos, desde el suelo brotan arquitecturas pétreas, como manos de roca intentando subir a tocar el cielo desde las profundidades.



La piedra se desliza, se apila como montones de toallas oscuras, se alza gritando sobre el borde del mar, que le va lamiendo los dedos.







Mientras, allá, en lo alto, donde menos te lo esperas, la vegetación se agarra a lo inasible, forma penachos en mitad de la nada, sobrevive en donde jurarías que no tiene asidero, ni alimento, ni posibilidades... y te larga su mensaje: "Seré un plantajo, pero a ver si tienes tú la mitad de ovarios para sujetarte como me sujeto yo, y salir adelante..."



¡Toma que no...!

De Cala Chica al Barronal, a la yaya le da un yuyu. Esto de las subidas y las bajadas, de mojarse los pies y el culillo, de triscar como si tuviera quince en teniéndolos tres veces, tiene sus consecuencias. Pero como la única alternativa viable es escuernarse siendo portada en angarillas o pedirle socorro al helicóptero de la guardia civil, se repone a trompicones y dice que: "pa chula ella, y pa hostias sus rodillas..." y que llega al Barronal aunque sea reptando sobre el culo.

Y así va, casi a rastras, monte arriba, hasta alcanzar el otro lado del repecho y tirarse, duna abajo, hasta aterrizar en la playa.

Las fotos, evidentemente, cuando ha pasao el disgusto:







Atrás queda el risco, que si nos pasamos un pelo nos gana la partida.



Eso sí, como al bueno de Moisés, lo de la Tierra Prometida se queda apalabrao para otro día. Al fondo, en la distancia, la Playa de Monsul, oculta tras el acantilado del Barronal, y la Vela Blanca, con su torre, se quedarán esperando otra oportunidad.



Pero la mar nos ha dejado estrellas en los ojos, y las gaviotas nos han volado bajo los pies...





... y volveremos. Sin tardar demasiado.



Lo del yuyu de la yaya no fue nada comparado con el peazo susto que se llevó la compañía. Blanquitos como perlas se quedaron algunos... pero no fue nada. Al menos nada que cinco minutos de sentar el culo y reposar no pudiese arreglar.

Claro que no siempre se tienen los cinco minutos a mano. El día que me dé haciendo puenting, o haciendo paracaidismo, no sé yo si voy a venir a contarlo...

Me comenta un amigo que, para él, que es de secano, hay demasiada agua y poco chiringuito donde reparar la sed.

El exceso de agua no es tal. La zona es más bien tirando a desértica y que el sol pica de lo lindo. El agua se agradece. Lo del tasco, en cambio, es otra cosa. Pero... ¿quien se arriesga a montar un chiringuito en mitad del Parque Natural, sin electricidad y teniendo que bajar las barricas y los suministros por esas escorrentías, o a golpe de remo desde la mar?

Que esa es otra: Esas calas suelen ser refugio de piratas. Piratas de los modernos, de los que llegan a golpe de zodiac y patera, con su mercadeo de sustancias idiotizantes y de carne de cañón... lugares abruptos, recónditos, donde poder colarse sin que haya más verde por medio que el verde de los pitacos y las opuntias.

No es sitio, no. Hay que pisarlo de día, y abandonarlo a la oscuridad.

Eso sí, luego alcanza uno otra vez la carreterilla (que queda algo más atrás, arrinconada al otro lado de los cerros) y siempre aparece algún pueblo donde saciar la sed y, lo que es más importante, el hambre. Buen yantar y buen beber: pescaíto fresco, migas, gurullos, olla... en fin. Que no falta tampoco.


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